Vienna. Parte 6.

Venus.
Tomar un ascensor y compartir el viaje con una china preciosa de metro noventa que parece venir de Marte, vestida con un Louis Vuitton con campera y maleta en juego, que suda perfume y probablemente nunca haya tenido olor a pata, pasa pocas veces en la vida. No es que ayer me haya pasado tan así, si no era china era coreana, si no era de Marte era de Venus, pero lo que probablemente sea seguro es que no tenía olor a pata. Tremenda oriental. Menos mal que los ascensores del Hilton no tienen espejo, habría descendido mi autoestima hasta el subsuelo, aunque hubiésemos marcado en el tablero el piso más alto. "Auf wiedersehen", le contesté en alemán para hacerme la loca, la que sabe algo, la que juega de local en todo esto, pero su pronunciación en inglés/chino fue tan perfectamente seductora y almibarada, que llegué a la oficina destruida y cabizbaja, más petisa que nunca, preguntándome por esas cosas del destino, como ser por ejemplo por qué mis abuelos fueron de los colonos de Entre Ríos y no emperadores chinos, por dar nomás este caso. Como sea, con el ánimo que fuere, tenía que llevar a los invitados unos pisos más arriba, donde había un cocktail de bienvenida para quién sabe cuántos, así que a reponerse y seguir viaje. No sé cómo, pero al rato me encontré en el balcón de un piso quince de un hotel de lujo escuchando hablar de la problemática de los realizadores cinematográficos de Nigera. Copa en mano, canapé de camarón envuelto en papa en la otra, un poco de frío ya que la temperatura estaba bajando, mozos por todos los costados, ejemplares austríacos por doquier, islas filipinas por ahí, budines ingleses por allá, un ciervo canadiense que hace muy buenas películas progresistas anticapitalistas y que gana premios en todos los festivales imperialistas y los condados, y una militante lesbiana norteamericana preocupada por la industria cinematográfica de África, que me hablaba a mí, ¡a mí!, del asunto. Yo, callada, por supuesto, escuchaba. Era muy expresiva, y le creo cuando de veras se la notaba en tema. Me parece que estuvo haciendo una experiencia en el continente negro y quedó sensibilizada.
Luego de risas, sonrisas, saludos de ojitos, cejas y pestañas, servilletas para limpiarse disimulados los enchastres hechos a base de cremas refinadas de los canapés que salpicaban, murmullos de los más variados los colores, expresiones cómplices con desconocidos de alta gama con quienes preguntarse y esto con qué se come, entradas, fugas y salidas a balcones para ver de arriba Viena, y alguna que otra cosa inteligente dicha seguramente en el momento equivocado, terminó el cocktail del piso quince, habiéndose desarrollado como lo que era: un evento de esos en los que no pasa tanto más ni demasiado, en donde cada quién está en su salsa, literalmente, y habla, habla, habla… programadores de diversos festivales, críticos estrellas de importantes medios, un staff potente y eficiente que vibra todo entre cansado y cagándose de risa del asunto, el director de todo esto que es un rey, se mueve como tal, un caballero, y va de aquí para allá en general sin consumir sólidos diciendo donde corresponde la palabra exacta, y mozos risueños que cuando entran al salón se limpian las manos en el primer mantel que encuentran porque seguramente por ahí adentro le estuvieron dando.
Me fui directo de ahí con Sophie al barco. Sophie es una chica de Graz del staff, encantadora, que trabaja como casi todos, a cuatro manos, muy inteligente y enormemente sensible; además es actriz, y vive de festivales para comer de eso, o bien -como tantas veces pasa- para comer en los festivales. Algo de todo eso me sonaba. Mi trabajo había terminado hacía un rato, y si bien tenía que despertarme temprano al otro día, bajé con ella al Badenshiff a tomar una cerveza para relajar un poco. Ahí me encontré de nuevo con la norteamericana. Al final, la tipa una copada, estuvimos hablando rato largo, ya no sólo de Nigeria, sino de cómo vemos y sentimos el mundo, cada cual desde su hemisferio; es una joven de mi generación, con sus ideas, sus angustias, inquietudes y problemas, que se iba hoy a la mañana, y con quién finalmente se armó un lindo momento para terminar todo aquello que, cuando me quise acordar, había empezado en el ascensor hacía varias horas con la china. Me pregunté en qué parte de la estratósfera el ascensor la habría dejado.
El pescador traficante.
Hoy a la mañana fui al mercado. Ya de lejos la calle se veía gustosa, y apenas tuve cerca el primer puesto me invadió una enorme felicidad que de veras no me esperaba. Era muy temprano, estaba llegando a la apertura del asunto, algunos negocios todavía cerrados, y otros con gente desenroscando cortinas y poniéndose delantales; o estaba quién barría el área de su puesto, o el que sacaba bostezando la llave para abrir el candado. Llegué cuando la función estaba comenzando, no habían pasado ni los títulos y yo ya estaba en el medio de todo súper instalada. De a poco el mundo se fue habitando, el ruido fue creciendo, y la calle ensuciando. En un rato nomás todo estaba lleno de colores, formas, había tomates, pepinos, salchichas, bananas, aceitunas brillantes y gigantes, frutas secas, cualquier cantidad de cosas, todas acomodadas en un perfecto y ordenado desorden. Me acerqué a un lugar desde donde una palangana azul salpicaba intermitentemente agua. Miro para adentro y veo tres enormes peces, vivitos y coleando. Me pongo a hablar con el vendedor que en seguida me dice Italianisch?, Nein, Argentinien; Ah! -dice él- Chilenisch, fisch, fisch... y así la cosa me terminó preguntando si no lo podía ayudar porque tenía una línea en Valdivia para comprar pescado, pero que él no hablaba inglés, su supuesto proveedor no maneja alemán, y se tiró nomás en lance el chueco a ver si yo como un pescado le picaba. Le dije que el idioma no me alcanzaba para eso, que podía hablar un poco pero que traduciendo podría destruirle la punta, y algún par más de huevadas, dichas sólo para parlotear a la luz del sol y al agua que salpicaban los peces, prestándole atención al alemán rústico, el mío y el del Herr Fischer, el de ambos, poco declinado y mal pronunciado, pero alemán al fin a como venga la mano. Así fueron las cosas con el pescadero: andaba por ahí buscando agrandar el negocio con alguien que oliera a español, suficiente con que estuviera dispuesto a darle cinco minutos de charla.
En el mercado los colores y las formas me volvieron un poco loca. Saqué la cámara y empecé a dispararle a todo, la distribución de las frutas, los pañuelitos colgados, unos pimientos brillantes, los pescados del traficante, vinos en toneles enanos; a todo le veía algo que me llamaba, y anduve como dos horas y media paseando y jugando a la turista de la manera más clásica. Algunos consiguieron venderme sus productos y me fui de ahí con miel y un budín orgánico. Como en todas las ciudades a las que he ido, siempre es un gusto enorme pasear por el mercado.
Comienza un nuevo día. Probablemente hoy pueda ir a ver alguna película y al Museo de Arte Contemporáneo con una amiga argentina que se vino para estas pampas. Más novedades, cuando sea.
A todos, un gran abrazo,
Verushka

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