Vienna. Parte 2.

Parte 2.
Wiener Schnitzel.
Siempre pensé que un Wiener Schnitzel era una especie de factura vienesa, del estilo crema pastelera, de un color más bien claro, con pintitas de chocolate, como tienen muchas de las facturas que se consiguen en Europa, un tanto más grande que las nuestras, bien almibarada, bien rica, bien cara. Como sea que la haya imaginado, en el intercambio epistolar con la gente de Viena, el Wiener Schnitzel se transformó en un aliciente, en un leit motiv a la hora de buscar excusas idiotas que hagan avanzar los pedidos y los relatos, y así transformé al Wiener Schnitzel en un motivo más para justificar mis ganas de visitar Viena. También imaginaba que, una vez acá, iba a estar dispuesta a gastar unos buenos euros en alguna confitería clasiquísima, y sentada en una mesa tonet gastada pero de nobleza originaria, miraría a un mozo vestido de pingüino, a quién le entendería lo básico pero lo suficiente, y cuando el señor silenciara su pregunta en relación a qué voy a tomar, abriría mi boca morocha bien latinoamericana, y en un alemán imperfecto pero encantador, con la gracia que cargan ciertos extranjeros que se esfuerzan en parecer locales, diría "ein Wiener Schnitzel, bitte".
Wienner Schnitzel: milanesa vienesa. Versión europea de nuestra milanga. Carne, pan rallado, huevo, sartén, palo y a la bolsa.
De todos modos, cómo negarlo, estaba buena. Tenía ese no sé qué que tienen las callecitas de Buenos Aires, pero de Viena. Además me invitaron. Fue un poco desilusionante pedirla en un restaurante "de onda" de Viena, con el techo pintado por un artista plástico de moda, en el segundo distrito, escuchando Pink Martini y no un wals de Strauss, y que por último no fuera una factura sino una milanesa, pero, a como vienen las cosas, hay que decir con toda franqueza que fue lo único desilusionante de la noche de ayer, en la que fui tratada como una princesa, en un restaurante con toda la onda de Viena, con el techo pintado por un artista plástico de moda, en el segundo distrito, en el que sonaba Pink Martini en su mejor versión y momento. Mucho nivel. Terrible el restaurante. Tenía el techo todo lleno de líneas negras, arbitrariamente trazadas, parecidas a sus bocetos y a sus cuadros; parece que el tipo está cotizando en los mejores museos de arte moderno de Nueva York y se las trae. El dueño del local, un austríaco loco al que le gustan el arte y las motos de carrera por igual, y que tiene un acento en inglés inmejorable, se sentó con nosotros en la mesa y se puso a contar historias, que las motos, que el pintor, que el Wiener Schnitzel. Luego apareció el peluquero más cotizado de toda Viena, aparentemente más famoso que Roberto Giordano -salvando las distancias, trasladando proporciones y quitándole la grasa- y también, se nos sentó en la mesa el gordo, pañuelo rojo al cuello, ojos enormes como los de Java, y vozarrón germánico entró a contar historias, unas ganas de hablar locas, el tipo estaba en pedo tal que no sólo no le entendía nada porque hablaba en austríaco sino sencillamente porque estaba en pedo. Pedo que lo hacía muy expresivo, y le movía las manos, gesticulando, imitando a famosos, escenas de películas, y quién sabe qué otra cosa. Rareza total.
La noche tuvo su primer plato, un Octopussy que me daba un poco de impresión porque parecía gelatina sin sabor, situación ante la cual, como damisela valiente y educada, fermé la bouche del comentario y a comer la gelatina, vamos que se enfría; había sido recomendación especial para la señorita venida de Argentina, de parte del dueño loco de las motos y de los cuadros, no daba para venirle con caripela de que no como mariscos. El pulpo es raro, tiene como unas cosas concretas medio cartilaginosas, en medio una gelatina no tan concreta: es el fantasmita móvil del Pac-Man, en 3D y al plato. Abajo tenía una capa de melón rosado, como si fuera un salmón, pero melón. Cosa rara. Pero después vino la Wienner Schnitzel y me sentí como en casa. Una cancha para comerla. No soy sólo yo, cualquier argentino para comer un Wienner Schnitzel la tiene muy clara. No hablé de nuestras vacas ni nada, me callé la boca, seguí comiendo, escuchando al gordo que iba por el capítulo en que Billy Wilder le dijo que estaba demasiado viejo para morir, y sabe Dios qué otra cosa. La cosa terminó sin postre porque se hizo tan tarde que los cocineros nos miraban desde la barra vestidos de civiles, supongo que esperando nuestro pedido de cuenta, la campanilla final para volver a sus casas. Era tarde.
El restaurante está cerca de donde estoy parando, y a la una de la mañana volvimos caminando. NO HAY NADIE, nadie a esa hora en las calles de Viena. En esos momentos la ciudad parece un decorado de un teatro, una casa de muñecas, el set de una película vieja de Hollywood. Se oye cada paso. Se oye el eco. Se oyen las voces de cada uno. En alguna esquina hay un bar abierto, más tipo antro, donde algunos borrachos y otros que no tanto siguen tomando tragos y cervezas. Veo de afuera a una moza morocha que atiende, entre seductora e hinchada las pelotas, a la gente que todavía tiene en las mesas. Seguimos caminando.
Ésa fue mi noche de anoche.
Mañana empieza el festival.
Vendrán reportes, facturas y novedades.
Habrá más Wienner Schnitzel para todos.
Esto recién comienza...
Tschüss!
Verushka

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