La cena


Kebap. Asiento de madera en Kärtnerstraße cerca del Ring. 10.36 de la noche. Una mujer sentada en el banco come una suerte de sandwich árabe envuelto en papel metalizado. Mira los negocios, llenos de ropa fina. Mira el local de H&M no muy lejos. Las boutiques con chocolates, con recuerdos de Viena. Esa mujer soy yo.

Terminó mi trabajo del día en la Viennale.  Hoy no hay cena de festejo, cada cual queda librado a su propio estómago y presupuesto. Estamos en los últimos días del festival y una sensación de final se instala en todos los miembros del equipo del departamento de invitados. Estamos agotados. Servir a cada quién, con el mundo que cada quién trae puesto, es un gasto de energía constante. Si tengo un rato, me meto en un cine. Pero –no puedo evitarlo- me quedo dormida. No tengo espacio para más información. Retener todos los nombres, hablarle a cada quién en su idioma, es un esfuerzo de producción –por darle un nombre- importante. Haber hablado tanto pero casi nunca en castellano, me dio una sensación de no tocar en ningún momento el suelo. La lengua está arraigada al propio cuerpo –pienso -, quedó aferrada al fondo como algo dado. Pero cuando la lengua que se habla no es la materna, todo cambia; es como estar flotando en un territorio que, si bien pertenece a uno mismo, no es enteramente el propio.  Y en ese juego hay que estar todo el tiempo atento, porque es muy lindo jugar, pero muy fácilmente uno puede quedar fuera de campo.

Desde hace unos días tengo a mi cargo a unos portugueses. Pienso en ellos y me dan gracia. Son más descontrolados, mucho menos organizados que el resto, estilo quilombero tipo majareta, un par de veces se aparecieron borrachos; pero a la vez están muy vivos, son bastante adorables, y –por suerte- llegan en tiempo y forma al lugar en el que fueron citados. Tuve a una argentina, Narcisa Hirsh, una mujer de otra época cuyas películas experimentales me gustaron mucho. A mí, que soy un poco mala onda con las experimentaciones y me gustan los relatos, lo de Narcisa me atrapó, era como mirar un álbum de fotos en movimiento, lleno de colores y con una música circular perfecta. Tuve a un director de Filipinas, Brillante Mendoza, luminoso como su nombre. Los filipinos tienen unos nombres rarísimos, y en medio de su lengua incomprensible se distinguen palabras en un castellano clarísimo: ellos también fueron colonia, por 300 años. Tuve a mi cargo a unos canadienses, a un español, a más portugueses, y qué sé yo a quién más, a varios… Fueron tantos que, terminando mi kebap, ya no tengo fuerzas para repasarlos. Para lo que sí tengo fuerzas es para sacarme una foto. Pienso que puede ser una buena forma de compartir este momento con un dejo a final en el que –luego de un día superpoblado- me encuentro sola. La foto es medio choronga, por decirlo en criollo, pero es lo que hay en plaza. Ustedes ya saben, lo toman o lo dejan. Como al kebap: uno sabe que probablemente tenga que comerlo de parado, o andando en la calle, pero eso es lo que el árabe tiene para ofrecerle a la mujer que, terminando de comer en el banquito de madera que encontró en la Kärtnerstraße, se saca una foto a sí misma con su cena, guarda su cámara, mira por última vez los negocios de chocolates y recuerdos de Viena, y se va a su alojamiento temporal a escribir un poco, antes de caer frita por lo que espera sea un rato muy, muy largo.


Opción"buena onda"

Mas misteriosa, como con algo entremanos (un kebap!)


Vista de la Kärtnerstraße, entre Krugerstraße y Johanessgaße. 10.38 PM. Ahí se ve el H&M...

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