Carta de Isabella encontrada ayer en un pasillo del Coliseo, en Roma
Querida Manuelita, cómo estás. Después de un año de silencio, vuelvo a
escribirte. Espero que te encuentres muy bien y que en Buenos Aires las cosas
estén mejor que cuando las dejé.
Isabella, pequeñísima y empapada, pero cierta.
Amiga, Roma es no creer. Ayer me propuse visitar el Coliseo, uno
de los mayores monumentos de esta ciudad, que es en sí misma un museo viviente. Lo sabes, siempre
fui muy curiosa respecto a la antigüedad y a la vida de aquel entonces, así que
bajo un cielo azul y despejado, me dispuse a ir hacia el estadio.
Ya de lejos, el edificio se deja ver en toda su magnificencia y esplendor. Sus
dimensiones son sobrehumanas, y mientras me acercaba me sentía cada vez más pequeña.
Estaba lleno de visitantes de todas las naciones, una verdadera Babilonia. Compré
mi ticket y me dejé llevar por el excéntrico guía de turno, un viejo local con mirada
penetrante y barba cana, vestido con túnica clara, que con una varilla en la
mano nos señalaba las diferentes instalaciones del estadio. El guía, gran conocedor
de la historia, nos fue llevando de un corredor al otro, de balcón en balcón. Pude
ver el asiento del emperador durante los juegos, las tribunas para los senadores
y nobles con sus nombres inscriptos en mármol, las escaleras que conducían a
las gradas para los ciudadanos libres, y, en lo más alto, el sitio para la
plebe y para las mujeres, si es que lograban entrar y ser parte del afortunado
público. En el centro de todo, la arena. Allí tenía lugar el espectáculo por el
que los romanos enloquecían cuando corría la sangre tibia de las bestias, de
los gladiadores, de los esclavos. De todo esto hablaba el guía cuando, inesperadamente,
una gota de llovizna me mojó el párpado y a lo lejos se oyó un trueno. En un
segundo el cielo se puso gris, el viejo hombre cambió su expresión y me miró
desafiante. Miré a mis compañeros en busca complicidad, o tal vez de auxilio,
pero ninguno parecía dar cuenta de aquel cambio que para mí fue evidente y
brusco. Su voz seguía describiendo las fiestas de antaño, pero por lo bajo pude oír que me decía otra
cosa, que no alcancé descifrar con claridad.
De repente, comenzó a llover con más fuerza y se abrieron las compuertas
del ala sur del estadio. Por debajo del murmullo que en todas las lenguas producen
los turistas, comencé a escuchar el rugido de fieras, el metal de las lanzas, a
sentir el olor del miedo de los esclavos encadenados. Detrás de un grupo cuyo
guía hablaba en alemán -seguramente alemanes y austríacos- alcancé a ver leones,
tigres y osos hambrientos. Unos hombres negros y brillantes, subidos a unos
doce elefantes, se abrieron paso por entre los turistas, empujándolos hacia los
lados, ayudados por los cuernos de marfil de las bestias que montaban. En un movimiento,
un cuerno se llevó consigo el velo de una mujer turca que, llena de vergüenza, cubrió
con sus manos su rostro oliváceo; su marido, enfurecido, comenzó a gritarle y a
zamarrearla injustamente. A su lado, un tigre atacaba a una mujer polaca que
posaba alegremente, aunque algo desprevenida, para una foto. Dos leones comenzaron
a devorar a las hijitas rosadas de un matrimonio norteamericano. Pronto reinó
el caos. Los japoneses, enloquecidos, en vez de resguardarse comenzaron a sacar
fotos. El espectáculo era magnánimo. Y así, entre el olor a sangre, los gritos
de terror, y los restos de piel, hierro y huesos esparcidos por la arena, sabiendo
que en cualquier momento una bestia podría acabar también con mi vida, alcé la mirada
al cielo para contemplarlo –quizás- por última vez. Hacia el este, entre las nubes
que sombreaban el Monte Capitolino, la imagen gigantesca del guía continuaba
mirándome desafiante, con un rayo en su mano derecha, y volvía a hablarme (según
lo recordaba de mis estudios de pequeña) en latín antiguo… Manuela mía, perdí
el conocimiento, por todos los dioses de la antigüedad, la vida nunca me había
preparado para experiencia semejante…
De a poco
recuperé el conocimiento. El grupo estaba a unos metros de distancia, continuando
la visita, liderados por el guía de mirada penetrante y barba cana. Los alcancé
y seguí con ellos en silencio hasta el final del recorrido. El cielo comenzaba
a aclarar, ya no caía ni una sola gota.
Manuela querida, de
a poco el susto va cediendo y voy recuperando la confianza perdida la tarde de
ayer. Te escribo desde mi hospedaje temporario en Roma, y mientras lo hago miro
a través de la ventana: ya no hay señales de tormenta. Me pregunto si podré
volver a confiar en que el sol se pose en el cielo sin mayor misterio, como lo hacía
en la mañana de ese día, antes de la copiosa lluvia. No puedo dejar de pensar
en que a ese brillo matinal sobrevino la matanza –por llamarla de algún modo- y
mi incapacidad actual de borrar su recuerdo me aterra…
Una última cosa: eres
mi única confidente, necesito queme creas: si no lo haces tú, no sé quién más
podría hacerlo. Prométeme guardar silencio y no cuestionarme; todavía me queda
un tiempo en Europa, necesito saber que nuestra incondicional amistad se
mantiene, como siempre, cerca.
Un cariño grande
desde Roma, y mis saludos a la querida y lejana Buenos Aires. Tuya,
Isabella
+++ Fotoboutique editorial +++
Vista interior del Coliseo.
"... las escaleras que conducían a las gradas para los ciudadanos libres..."
... y más escaleras en el Coliseo.
Una vez iniciado el recorrido, podemos comprobar a ciencia cierta el uso de paraguas.
¡No todo es producto de la imaginación descocada de Isabella!
El de adelante, ¿será el misterioso guía de mirada penetrante; o la propia Isabella alejada en su soledad?
Más pruebas del diluvio que tuvo lugar en las instalaciones del Coliseo...
... y más.
El recuerdo de la lluvia, sellando el reflejo en el piso del edificio.
¡Epa! Esas luces a través de las ventanas superiores del Coliseo,
¿reflejo del rayo del Guía del Monte Capitolino?
Isabella, pequeñísima y empapada, pero cierta.
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