California
Pocas veces tuve
una sensación tan clara. Miento: muchas, pero contadas, bien definidas… Salí al
balcón –al deck- y la atmósfera me invadió como si ya tuviera recuerdos de
aquel lugar, o hubiera estado por ahí miles de veces. Como si nunca me hubiera
ido. Estaba recién llegada.
Lo que me
resultaba más conocido era el silencio. Si pudiera traducirlo en palabras,
dejarlo de alguna manera escrito, pensé. Abrí la puerta y el aire me envolvió, estaba
frío, fresco. El piso de la madera del deck conservaba la humedad de la última
lluvia californiana. Quién sabe cuándo habrá sido, yo todavía no estaba acá.
Por la ruta, unos
cincuenta metros hacia abajo, no pasaba nadie. Alcé la vista y vi un camino de
tierra que conducía hacia una casita blanca en la cima de una lomada. Parece un
galpón donde se guarda algo. Trigo, tal vez. No sé por qué pensé eso. Hasta
donde sé, en esa zona hay más uvas que cereales, mucho vino. No pasaba ni un
auto. Sólo el chillido ahogado de un pájaro a lo lejos y el sonido de la atmósfera
que hablaba con muchas voces. Obviamente, lo hacían en inglés.
Las sillas, la
pequeña hamaca de madera, los barriles, la mesa, el barbecue ("barciquíu", según los viejos doblajes de TV), el árbol frente
al deck, la ruta abajo, el camino de tierra hacia arriba… todo me remitía a
algo que en un punto no tenía nada de nuevo. Estar en ese balcón esos pocos minutos
me llevó directo a habitar ese lugar en el que alguna vez fui granjera, esposa,
mujer que espera con el bebé llorando en brazos a su marido; fui hombre con ranchera
y escopeta, o hija que se escapa en el auto y no vuelve nunca más. Fui también un
sombrero tirado en una mesa, fui una música folk que sale de una radio a
transistores, fui una bola de ramas secas movidas por el viento. Fui una casa
con un porche y un garaje lleno de herramientas. Fui un cine viejo.
Entrar a esa
terraza de madera…
Lo que más me llamó
la atención es que el espacio estaba totalmente despojado de cualquier
resquicio de cultura europea. Si me dejaba llevar sólo un poco, habría visto
búfalos y alces. Ésa era la enorme novedad de la experiencia. “Estoy en
Norteamérica”, pensé mecánicamente. Nunca imaginé que sería tan parecida a todo
lo que leí de ella. A su literatura, sus películas. Definitivamente ya estuve
por este lugar, mi vida en un punto está totalmente atravesada por ello.
Desde adentro comencé
a escuchar voces familiares que rompieron el silencio. Ruidos de ollas, platos,
cubiertos, un niño que llora, suegros que ayudan a poner la mesa. Mi pequeña
película iba a terminarse apenas el chicken estuviera encima en la mesa. Eran
la cena. A las 6 de la tarde de un día cualquiera.
Qué bueno California
-pensé mientras cerraba la puerta de la terraza, ya en el calor del hogar de la
casa-, me dejaron entrar por un rato en tu poblado y memorioso silencio.
¡Mil gracias por el incondicional y cálido recibimiento a Vero, Rosita, Carlos, Lucas y Matt!
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