Mar del Plata. Madame Isabella en Bovary.
Querida
Manuelita, cómo estás. Te escribo ya de vuelta
de mi viaje por Europa. ¿Y sabes desde dónde lo hago? Seguro no podrás
imaginar… ¡desde La feliz, querida amiga, la ciudad más alegre entre todas!
Estoy tan entusiasmada... este lugar es precioso. Noviembre es un buen mes, el
clima empieza a hacerse amigo, y hasta es posible ir a la playa y lucir el
traje de baño… Ayer, sin ir más lejos, me di un chapuzón en nuestros mares
argentinos. ¡Qué anchas son sus costas! Dicen que en el verano el éxito de esta
ciudad es tal, que no cabe ni un alfiler. Algo así resulta difícil de imaginar,
no sé si dar crédito a tantas habladurías, a veces me pregunto si los
periódicos no exageran un poco.
Tuve suerte. Mi llegada coincidió con el cierre de
uno de los eventos festivos más importantes que año a año tiene lugar aquí, y
que ha mantenido alborotada a la ciudad durante una larga semana. Hasta hace un
par de días Mar del Plata no sólo miraba al mar, sino también puertas adentro,
hacia la oscuridad de las salas. ¡Sí, Manuelita, has adivinado! He concurrido a
ver películas al cinematógrafo. Qué experiencia maravillosa… El lento apagarse
de las luces de sala se asemeja al entrecerrar de los ojos cuando se tiene
sueño, las películas mismas parecieran ser la impresión real de nuestra materia
onírica. ¿Cómo explicar sino semejante fenómeno? Ya el primer día, sentada en
la butaca, me aferraba al asiento como si fuera mi salvación: yo misma era
Madame Bovary, y no aquella que sufría por amor iluminada desde la pantalla. ¡Qué
terrible su historia, Manuela querida! Desde mi pequeño asiento, la veía
padecer de tal manera que mi corazón se contraía maltrecho por sus pesares,
deseando que ese vecino maldito que la ignoraba en sus ruegos cediera aunque más no fuera por piedad. ¡Yo habría preferido que le mintiese y le dijera que la quiere,
que la ama, antes que dejarla morir así, tan despechada y en la ruina, tan
desamorada…! De haber sido mío aquel papel, en vez de quedarme rogando por
unas tristes migajas de amor, bien habría tomado riendas en el asunto y
dirigido a la cocina… no lo habría dudado ni un segundo: cualquier utensilio
medianamente afilado sería mi salvación. ¡Qué tanto pedir y rogar por lo que no
se tiene, degradando hasta el subsuelo una dignidad deshecha! Muy mal hizo el
vecino aquel en no cumplir su palabra, entregó así el argumento perfecto para
justificar un acto que, a ojos de quién no conoce circunstancias, podría
parecer cruel. No, es la mismísima Justicia la que le daría forma final a
mis actos. Busco en un cajoncillo y encuentro. Mi mano ya no tiembla, se aferra
firmemente al mango como hasta hace un rato se aferraba a la butaca. En
silencio, con disimulada calma, escucho que se acerca el vecino maldito, y me
preparo para dar el golpe crucial. La oscuridad me protege, encubre mis
pensamientos, espantosos ya a esa hora, pero justos y dignificantes. El vecino
maldito me ve y primero, con su habitual indiferencia, muestra sorna y desdén;
pero luego advierte que tengo algo entre manos y cambia su expresión. No me dejo
convencer, leo su estrategia, es evidente que quiere engañarme. Abre la boca,
dice tonterías, todas mentiras, que lo estuvo pensando, que sí me quiere, que
se ha dado cuenta que me ama… ¿no es eso lo que querías escuchar, Madame
Isabella, Madame Bovary? Podríamos irnos juntos de viaje, huir de todo esto,
escapar de nuestras vidas de rutina, tú de tu marido insulso y mediocre, yo de
mis problemas económicos, e irnos solos a una isla desierta y lejana…
Lo corto en seco. Si sus palabras resonaban en mi
como puñales, mi puñal resultó para él mucho más que puras palabras. A su cara
de asombro le siguió la de terror, y su mirada congelada echó un último
vistazo. Me alegró que lo último que hubiera visto fuera mi expresión de crueldad y
amor en un mismo gesto. Así lo miraba mientras se desangraba y perdía la
conciencia. El cuchillo en mi mano goteaba despacio… su sangre tiene una
textura más densa que la mía, pensé, estas gotas tardan tanto en caer…
Mi mano aflojó el mango del cuchillo de la misma manera que fue
soltando el apoyabrazos de la butaca. Al tiempo que él perdía la vida, las
luces de la sala se fueron prendiendo lentamente. ¡Qué lindo el cinematógrafo,
Manuelita, qué hermosa oportunidad para redimir con venganza tan grande
desamorío!... Me levanté de mi asiento. El caballero que tenía a mi lado hizo
un gesto para dejarme pasar. Se trataba de un muchacho elegante, con buenos
modales… pero con un asombroso parecido al vecino maldito. Si bien se portó
amable conmigo, opté por agradecer su gesto y caminar alejándome, sin hacer
caso a sus galanterías. Manuela, ya sé cómo terminan esas historias, empiezan
con amor y terminan desangradas a sablazos. Mejor preferí volver a la playa antes de que terminara el día, y meterme mar adentro en La Perla, como si fuera una
solitaria poetisa... quién sabe por qué digo esto, esta ciudad me inspira a
pensar…
Manuela querida, escríbeme cuando quieras, y pórtate bien,
no vayas a aparecer en cualquier momento de la mano de algún vecino... ríete
compañera, así de cocorita estoy. Mándale cariños a papá y… bueno, también a la
tía Elena, llegado el caso que en su lecho en penumbras logre escuchar todavía alguna
nota.
Tuya,
Isabella
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* * F o t o b u t i k a e d i t o r i a l * *
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Emilia, la Madame Bovary de Arturo Ripstein en "Las razones del corazón"
se arregla para esperar a su vecino.
En la escalera, a la escucha de los pasos de su amante, que no llega...
... y no llegaría más.
Emilia, tanto dolor ensimismado, en su lecho de muerte.
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