Balvanera



 (Publicado en Revista Llegás, mayo 2014)

Como me encanta clavarme dos de muzza de dorapa antes de volver a casa”, pensé –algo exenta de elegancia, me di cuenta- mientras me limpiaba la boca con una servilleta de papel los restos de la segunda porción. Eran las diez y media de la noche de un día larguísimo. Ya subir las escaleras del subte y caminar esas cuadras por Callao había resultado un acto de fe enorme. Suponía que ni bien abriera la puerta del departamento tiraría bolso y abrigo en el camino que va del hall al dormitorio, y así nomás, sin solución de continuidad, me encontraría enredada entre la colcha y la almohada, de las que la vida me había arrancado sin piedad más temprano que de costumbre.

El día había sido fatal. Las ojeras me llegaban hasta las rodillas, y el look desastre de fin de jornada poco tenía que ver con la versión cool a la no-me-importa-nada del que pasea desprolijo por Palermo. Mah qué Palermo… Estaba caminando por la frontera que divide Balvanera de San Nicolás, mundialmente conocido como el gran barrio de Congreso: recinto patrio, punto de encuentro popular, centro neurálgico de bondis, taxis y palomas, sede oficial de varias milongas y pizzerías. Un gran barrio. Vivo allí desde hace algunos años. “A contramano” pienso cada vez que vuelvo a casa en el último subte dirección Alem.

Un pensamiento inquietante me frunció el ceño. Escuché el gemido de mi estómago, tenía un hambre loco y recién ahora, a dos cuadras de casa, me daba cuenta. Apenas había picado alguna cosa en medio del día. ¿Quedaba algo en la heladera? Creía que sí, me parecía haber visto un par de bifes en el freezer, pero -claro- había que: 1. separar a los golpes dos bifes freezados juntos, 2. Descongelar uno, guardar el otro, 3. calentar la plancha, cocinarlo, 4. mientras se cocinaba, pensar con qué lo acompaño… ya que estaba en camino y todavía con tiempo, me consulté la pregunta 4 en ese momento, por respuesta recordé un tomate un poco triste desde hacía días en la heladera. Continué: 5. Lavar y cortar el supuesto tomate y buscar aunque sea orégano o cualquier cosa para ponerle onda… Y así seguí enumerando el plan mientras continuaba la marcha. Había puntos 6, 7 y 8 antes de llegar a verme sentada en la mesa con un plato de adelante. La idea resultaba agotadora desde su mismo comienzo. Sólo pensarla ya llenaba la casa de olor a bife, y había que cerrar todas las puertas, o comprar de una buena vez el maldito extractor, o… me estaba enroscando, era evidente, mis pensamientos no ayudaban para nada. Una única solución posible se alzaba en el horizonte. Allí todo era próspero: dos de muzza. No sólo una respuesta al problema, sino la cara de la mismísima felicidad.

Empecé a sentir el olor desde media cuadra antes, que comenzó a guiarme como una flecha con señales luminosas. Al entrar encontré la clásica postal, siempre igual a sí misma, siempre en movimiento: los ruidos, los mozos, la caja registradora, la lista de precios a la que le faltan un número o dos letras pero se entiende, las servilletas en el vaso de vidrio, el plato y los cubiertos usados en la barra de uno que se fue hace dos minutos y a quién vine a reemplazar en el ritual. Y sobre todo, la gente. La barra, esa muestra gratis de personas que -esa noche al menos- está sola. A mi lado, una señora de unos sesenta, algo elegante para el contexto, con una porción de espinaca y salsa blanca y un vaso de agua. Al otro costado un tipo de cuarenta y pico, barba desprolija, lentes, aire de intelectual no muy convencido; marcha con dos de fugazetta y una fainá, acompaña la cena con una copita de tinto.

Me siento escoltada, y a la vez me sé escolta de otros. Es como un juego de piezas intercambiables. Nadie habla con nadie, cada quién concentrado en la porción del juego que le toca. Y ahí, no tan abajo pero sí en lo profundo, percibo una secreta complicidad. Estar parada con estos colegas de ocasión está buenísimo, algo nos iguala, cada quién en su mundo pero estamos juntos, qué duda cabe. Hay una porteñitud dando vueltas, una especie de mapa de identidad que recorre el ambiente y como una capa de barniz nos tiñe a todos con el mismo brillo opaco que tiene la pizzería. Es ahí cuando pienso, mientras me limpio la boca, como hablándome a mí misma pero en realidad hablándole en secreto a todos los demás: “me encanta clavarme dos de antes de volver a casa…”. Le agregué en voz muy baja, como para sólo para mí , pero no tanto: “¿A ustedes no les pasa?”.





A modo de firma, autorretrato:



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