Boston

Sabía que quedaba más o menos cerca de Nueva York, pero nada más.

Boston, la pequeña, la ilustrada. La de las grandes universidades y hospitales. Boston la nevada, la fría, la blanca. Su gente la presenta como a un amigo o un pariente de quién están orgullosos; como un vestido extraordinario, el que mejor les queda, el que usan para las fiestas. Como si vivieran en permanente gala. Desde el auto –cuando nos fueron a buscar al aeropuerto- nos señalaban aquel hospital, el más avanzado de todo el país; o aquella universidad, la más prestigiosa del mundo; o esa otra casa, en la que un día de julio de 1776 desde un balcón se leyó al pueblo de Estados Unidos la declaración de la independencia.

Llegamos este febrero. Helado como pocos, la ciudad misma no recordaba tanto frío. Estaba toda blanca. Cincuenta centímetros de nieve sobre el piso. Montañas de crunchi crunchi para pisar, para sentir debajo de la bota, para encandilarse con la luminosidad, para hacer  una bola tan grande como se pueda y tirarla lejos. Que reviente contra alguna pared, o contra la campera del que tengo adelante… La mano queda tan fría. Coqueteábamos con la nieve, sí. Para nosotros era un juego. En las fotos los copos se cristalizan, se vuelve más de cuento. Tuvimos suerte y hubo un par de nevadas durante nuestro tiempo. No es habitual. Una noche, llegando a la casa en la que estábamos alojados, la nieve se adueñó de todo, de los autos, de los árboles, de las casas, del camino. Yo estaba con mis amigos de la compañía de teatro. Vimos ese auto... no pudimos evitar la tentación, demasiado a mano.

Cuando nos fuimos de Boston, usamos la foto. Para decirle Chau a una ciudad que nos hizo sentir personajes de una historia de esas que nos leían cuando nos íbamos a la dormir. Eran historias en las que caía nieve. En mi ciudad no pasaba eso. Sólo pasaba en los cuentos.

Chaucito Boston, hasta la próxima.  




















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